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    LA BRUMA

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    Mensaje por Amalia Lateano Jue Jul 25, 2013 9:37 pm

    LA BRUMA

    Al caer la noche, la joven se recostaba entre las sábanas de hilo, perfumadas de alhucemas. Con el sueño sabía que llegaba a un espejo de agua, y ella se sumergía en él. Estaba entre el milagro del labrantío como una diosa antigua de las sombras. En un cenote antiguo y oscuro se veía con vivaz amparo matriarcal, naufragada de rosas y sembradora de rústicas calandrias.
    En resolanas de arenas desterradas recelaba como propios los expresados y advertidos temores.
    Era la primogénita nacida para el abismo pero lo supo tarde. Muy tarde. Creció en permanente dialecto con la tierra y fue fuerza de ala y candor consentido como todas las muchachas campesinas. El ensueño se fue tornando cada vez más real.
    Su alma era ya mitad sendero del Ángel abatido y la otra mitad un crepúsculo amarrado.
    Pero ella no sabía nada de eso _ pulso de viento y terquedad de raíz _ crecía radiante, en la congoja de la ilusión. Aprendió así los nombres de los astros, de las constelaciones y las estrellas. La oración del cañadón y la del río. A los trece años conocía mil bahías y sin contar el ya remoto y fuerte seno de la madre, que nunca había conocido.
    De su madre, que no le hablaba de la vida, en el mundo de alucinación la fue conociendo.Ni un solo pensamiento de temor le había caminado entre los ojos.Las noches eran para su propia felicidad emanada de sus quimeras.
    Pero una madrugada, el espejismo se colmó de ternura. Apareció mi padre, en un anual recuento de espigas llenas de riquezas y esperanzas, lo veía llegando hacia ella, ardiendo palabras en su sangre, tan joven
    La mujer que buscaba la noche para soñar con su amor tenía veinte años y era virgen dentro de sus botas de hule. Creía que los niños nacen así como los peces en los reposos del río, en la noche quieta. Pero llegó mi padre que contaba a trechos largas historias de islas, con sus ojos bruñidos y negros. Y ella lo escuchaba en la oscuridad...Le hablaba de lugares donde centenares de jóvenes púberes subían carbón al barco, en la bahía. Donde había pájaros libres y donde en la noche florecía l a pasión con hondo aliento de equipajes. Y se amaron tanto, que todo sucedió como la bruma cayendo sobre ellos, sin notarla.

    La bruma espesa del amor los cubrió con su manto, una y otra vez, cada ensueño, cada quimera, cada ilusión era cada vez más real.

    En la oscuridad presintió que Abuelo mascullaba una triste canción antigua en una lengua que no podía ser de aquí, y que ponía en sus pequeños senos, remolinos en su mente y en el pulso del viento, voces desconocidas. Ella tiritaba en la esperanza de sus sueños.

    Pero a los veintidós años tenía la mirada gris porque bebió en las montañas de azúcar, sin saberlo.
    Una noche, tuvo una pesadilla. Fue puesta en un muro, y apedreada su alma, porque estaba sembrada su carne de ricas y densas venas.
    Era una obsesión: Cada noche que soñaba que su Amor regresaba, se imaginaba a Abuelo gritando lo bien que sabía que los marineros siempre desertaban de las robadas islas pero cuando estaban bien borrachos, los capitanes los metían a patadas en las bodegas sucias, y entonces volvían al hogar frágiles y callados y tristes.
    La joven en la duermevela sentía cada golpe en su propio cuerpo. Al despertar vio que manchó su almohada con la sangre que salió de su boca.
    A la noche siguiente escuchó a la madre que nunca había conocido, que manifestaba su poder.
    El matriarcado se impuso una vez más, sin ostentación.
    Ella ordenó sin apuro con su voz imperativa plena de adusteces, y se cumplió con el brío de las hembras de la raza, para salvar la honra, la dignidad y la decencia...
    El matrimonio sobrevino para traer paz y se disiparon las sombras.
    Nadie la contradijo: estaba yo en la ruta.
    La joven conjeturó la historia de Henry, en la nochebuena, al dormirse en las sábanas de hilo perfumadas de hierbabuena, y lo vio como un joven alto y moreno. Al fin y al cabo a los treinta años ya no era marinero, y vendía clavos y tornillos, harina, azúcar y aceitunas en el Almacén de Ramos Generales del abuelo, mientras la amada de Henry rezaba el rosario ante la Virgen Gaucha, por su hombre.

    Rezaba en la iglesia por su hombre sin saber que ella no era una virgen suelta por la plaza del pueblo. Hecha de medianoche a toda hora con hielo y filo de menguante turbio en las entrañas y en las ojeras. Aprendiz de hembra por su hombre. Apenas era encendida arcilla con esencia de origen. El himen preservado por las diosas poderosas por años, a la sombra del corazón profundo del seno de la familia, fue desbaratado.Henry la amó entre caminos de fiebre, espasmos y palideces. Él tomaba quinina con grandes tragos de ginebra, para quitarse el hambre de la carne de la muchacha.Para ahuyentarla de su cabeza austera de marinero. Para que de las manos y del cuerpo se le fuera el pulido y agridulce olor de carne viva y de espiga madura.Para poder pensar en su libertad. Y en las barcas tumbadas como ballenas muertas.
    Pero ella lo amaba demasiado porque era el complemento de su sangre,
    Y se dejó penetrar tan dulcemente sin presentir que ensuciaba su estirpe con el sudor del forastero y con sus fiebres. Noche tras noche, con el tibio bálsamo de lavanda pensaba en Henry, mientras se dormía.
    Así supo, una tibia madrugada de febrero, que el decaimiento abatía a su enamorado que pensaba que de ahí en más, todas las noches de su vida tendrían el peso de sus alas cortadas. Su amado Henry se percibía abandonado y apenado.
    Entonces ella decidió no soñar más para que su hombre amado no sufriera. Esa noche fue su última ilusión. Ya no despertó. Su alma se extravió en las constelaciones tan conocidas junto a la oración del cañadón y del río.

    Amalia Lateano

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