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TRANSFERENCIA CULPABLE PARTE III
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TRANSFERENCIA CULPABLE PARTE III
III
El lunes siguiente, a las 19 hs. Carlos se encaminó a casa de Fernández. La tarde se había consumido y el último rayo de luz se perdía tras el horizonte.
Cruzó la plaza a paso vivo. No quería ser impuntual. Tenía que tomar por Alem hacia el sur. El rumor del tráfico había cesado. Se escondieron las luces en la calle.
El barrio estaba envuelto en un pasado silencioso, palpable y denso, que parecía abarcarlo todo. Entonces Carlos sintió esa sensación de ausencia, esa soledad vaga e imprecisa, que lo esperaba siempre al final de sus pensamientos; como si el tiempo se replegara y se extendiera borrando las distancias.
Por un instante reconoció el mismo cielo sin límites que se confundía con un paisaje aparentemente olvidado…
Se detuvo ante la casa que concordaba exactamente con la descripción que su amigo le había hecho: una verja de hierro, un jardín, una glorieta…
Subió los tres escalones del porche y buscó el timbre. Lo hizo sonar y se restregó las manos. Refrescaba mucho por las noches. Fernández abrió la puerta como si estuviera aguardándolo detrás de ella.
--- ¡Carlos . Te esperaba. Pasá. Pasá. .. Justamente le hablaba de tu problema a mamá, cuando sonó el timbre. Vení… Acompáñame al comedor que te presentaré a mi familia…
Mientras hablaba Fernández lo conducía a una amplia sala decorada con muebles antiguos, cuya dimensión se perdía en la penumbra de los rincones.
En el centro se hallaba una gran mesa rodeada por doce sillas tapizadas de rojo. El aparador ocupaba completamente la pared lateral. A la izquierda de la puerta, sobre una mesita pequeña, estaba la máquina de escribir.
La hermana estaba sentada en una silla al lado de la ventana e inclinó un poco la cabeza, a modo de saludo. Y como si no quisiera interferir en la conversación de los hombres, se puso a tejer ignorándolos.
La madre lo invitó a tomar asiento y le ofreció una taza de té. Luego se disculpó porque debía retirarse a buscar un abrigo.
Entonces Fernández encendió la araña principal, y desde el centro de la habitación, la luz fue trazando complicados arabescos sobre los oscuros muebles del comedor.
---Carlos, te preparé este ejercicio. Tenés que colocar así los dedos.¿Te acordás?... Al principio cuesta, pero es muy importante la posición correcta… ---explicaba Fernández, y ponía los dedos sobre el teclado.
Carlos observaba en silencio. Su amigo agregó: ---Vas a practicar un rato, mientras llevo a mamá, a casa de la enfermera a ponerse la inyección…
---Pero si tenés que salir, vuelvo mañana. No quiero causarte un trastorno… ---dijo Carlos atribulado.
---No te hagas problema, si vuelvo enseguida… es acá nomás, a dos cuadras. Además, todos los días, a esta hora, llevo a mamá a colocarse la inyección… Sentate y empezá a practicar. Dale No busques excusas… enseguida vuelvo… --- y diciendo esto se fue en busca de su madre.
Sentado frente a la máquina de escribir, Carlos, recorrió una vez más, la habitación con la mirada; hasta que se detuvo en la figura iluminada por el reflejo de la luz artificial, que se recortaba nítidamente en el espacio. Se quedó un instante así, totalmente inmóvil, con los ojos fijos en la mujer que tejía…
El ruido de la puerta al cerrarse lo volvió a la realidad.
Rápidamente colocó la hoja y preparó los dedos sobre el teclado. Apretó las teclas y por espacios de unos minutos no se escuchó en la sala más que el sonido sordo, uniforme, acompasado y monótono de la máquina de escribir.
La hoja se fue llenando de signos iguales que si bien no formaba frases iban dando al joven cierta seguridad.
La voz llegó de lejos, como si hubiera sido pronunciada a una enorme distancia. Su tono era ambivalente; por momentos suaves, inexpresivo, monocorde; y en otros apremiantes, violento, imperativo.
Carlos estaba tan concentrado en su ejercicio que no le prestó atención en un primer momento. Como buen aprendiz oprimía con fuerzas las yemas de sus dedos en las teclas y el golpeteo cubría el sonido de las palabras… Pero en una breve pausa las oyó como una especie de Letanía.
Se preguntó mentalmente si la mujer, sentada en el extremo opuesto de la sala, le estaría hablando a él, o si quizás estuviera rezando…
La miró y ella continuaba su labor ensimismada, con la mirada puesta en las agujas.
Le intrigaba esa mujer vestida de oscuro. Debía tener alrededor de cuarenta años. Estaba pálida y ojerosa. Parecía cansada. Carlos apretó suavemente el teclado poniendo su atención en el silencio que lo rodeaba… esperando que las palabras fueran pronunciadas…
Más allá de las gruesas paredes el mundo había dejado de existir.
Sentía gravitar sobre él una inexplicable sensación, como un recuerdo lejano que reclamara su lugar, y que asociaba a un pasado ajeno y distante. Era como si en esa habitación flotara una misteriosa nostalgia, cuyo origen era impreciso aunque real, como el espacio creado alrededor de los pesados muebles de la sala.
Carlos, impaciente, agudizó cada vez más su oído sumergiéndose en su propio silencio, como si el tiempo se hubiera vuelto sobre sus pasos para mirarse en el espejo…
“Las.rosas.el.jardín…..lo.maté.la.sangre…BASTA.SOLTALO…en.el.jardín.la.sangre…CAVA…lo.maté….CAVA…CAVA…ACA.las.rosas.lo.mate…el.pozo.la.sangre”…
Carlos, con los ojos desorbitados cesó el movimiento de sus dedos, y en ese instante calló el sonido de las palabras. Se levantó precipitándose sobre la mujer que tejía, impasible e indiferente. El muchacho temblaba y sudaba. La respiración entrecortada le impedía pronunciar palabras. La garganta se le había cerrado. Tenía la frente mojada.
Con sus manos apretó a la mujer contra el respaldo de la silla, y haciendo un tremendo esfuerzo, le preguntó:
--- ¿A quién mató?... ¿A quién mató?... ¿A quién?...
Ella lo miró como si no supiera de lo que estaba hablando.
Carlos, ya totalmente fuera de sí, le gritó con toda su voz:
--- ¿Dónde lo enterraron?... ¿Dónde hicieron el pozo?...
Fernández entró en ese instante corriendo y bruscamente lo separó de su hermana, tomándolo del cuello y sacudiéndolo con mucha violencia. Quería hacer entrar en razón a Carlos, de alguna manera, pero sólo pudo gritar él también: --- ¡Estás loco ¿Qué te pasa con ella Carlos? ¿No te diste cuenta todavía que mi hermana es muda?...
Han transcurrido seis meses de este lamentable episodio que sacudió la tranquila vida de mi ciudad provinciana.
Fue tema obligado en todas las reuniones, y cada uno de los vecinos creía poseer la versión realmente verdadera.
Ayer, sábado, Fernández viajó subrepticiamente a Buenos Aires.
Fue a visitar al desdichado compañero.
Lo halló en el jardín de la Clínica. Estaba sentado en un sillón de mimbre. Tenía los ojos fijos en el vacío, enormemente abiertos…Parecía no verlo…
Ninguno de los dos habló. Ni siquiera se saludaron por cortesía.
A los pocos minutos Fernández volvió sobre sus pasos buscando la salida…Pero, a mitad de camino, giró la cabeza hacia Carlos y musitó con un hilo de voz: ---Perdoname—
El lunes siguiente, a las 19 hs. Carlos se encaminó a casa de Fernández. La tarde se había consumido y el último rayo de luz se perdía tras el horizonte.
Cruzó la plaza a paso vivo. No quería ser impuntual. Tenía que tomar por Alem hacia el sur. El rumor del tráfico había cesado. Se escondieron las luces en la calle.
El barrio estaba envuelto en un pasado silencioso, palpable y denso, que parecía abarcarlo todo. Entonces Carlos sintió esa sensación de ausencia, esa soledad vaga e imprecisa, que lo esperaba siempre al final de sus pensamientos; como si el tiempo se replegara y se extendiera borrando las distancias.
Por un instante reconoció el mismo cielo sin límites que se confundía con un paisaje aparentemente olvidado…
Se detuvo ante la casa que concordaba exactamente con la descripción que su amigo le había hecho: una verja de hierro, un jardín, una glorieta…
Subió los tres escalones del porche y buscó el timbre. Lo hizo sonar y se restregó las manos. Refrescaba mucho por las noches. Fernández abrió la puerta como si estuviera aguardándolo detrás de ella.
--- ¡Carlos . Te esperaba. Pasá. Pasá. .. Justamente le hablaba de tu problema a mamá, cuando sonó el timbre. Vení… Acompáñame al comedor que te presentaré a mi familia…
Mientras hablaba Fernández lo conducía a una amplia sala decorada con muebles antiguos, cuya dimensión se perdía en la penumbra de los rincones.
En el centro se hallaba una gran mesa rodeada por doce sillas tapizadas de rojo. El aparador ocupaba completamente la pared lateral. A la izquierda de la puerta, sobre una mesita pequeña, estaba la máquina de escribir.
La hermana estaba sentada en una silla al lado de la ventana e inclinó un poco la cabeza, a modo de saludo. Y como si no quisiera interferir en la conversación de los hombres, se puso a tejer ignorándolos.
La madre lo invitó a tomar asiento y le ofreció una taza de té. Luego se disculpó porque debía retirarse a buscar un abrigo.
Entonces Fernández encendió la araña principal, y desde el centro de la habitación, la luz fue trazando complicados arabescos sobre los oscuros muebles del comedor.
---Carlos, te preparé este ejercicio. Tenés que colocar así los dedos.¿Te acordás?... Al principio cuesta, pero es muy importante la posición correcta… ---explicaba Fernández, y ponía los dedos sobre el teclado.
Carlos observaba en silencio. Su amigo agregó: ---Vas a practicar un rato, mientras llevo a mamá, a casa de la enfermera a ponerse la inyección…
---Pero si tenés que salir, vuelvo mañana. No quiero causarte un trastorno… ---dijo Carlos atribulado.
---No te hagas problema, si vuelvo enseguida… es acá nomás, a dos cuadras. Además, todos los días, a esta hora, llevo a mamá a colocarse la inyección… Sentate y empezá a practicar. Dale No busques excusas… enseguida vuelvo… --- y diciendo esto se fue en busca de su madre.
Sentado frente a la máquina de escribir, Carlos, recorrió una vez más, la habitación con la mirada; hasta que se detuvo en la figura iluminada por el reflejo de la luz artificial, que se recortaba nítidamente en el espacio. Se quedó un instante así, totalmente inmóvil, con los ojos fijos en la mujer que tejía…
El ruido de la puerta al cerrarse lo volvió a la realidad.
Rápidamente colocó la hoja y preparó los dedos sobre el teclado. Apretó las teclas y por espacios de unos minutos no se escuchó en la sala más que el sonido sordo, uniforme, acompasado y monótono de la máquina de escribir.
La hoja se fue llenando de signos iguales que si bien no formaba frases iban dando al joven cierta seguridad.
La voz llegó de lejos, como si hubiera sido pronunciada a una enorme distancia. Su tono era ambivalente; por momentos suaves, inexpresivo, monocorde; y en otros apremiantes, violento, imperativo.
Carlos estaba tan concentrado en su ejercicio que no le prestó atención en un primer momento. Como buen aprendiz oprimía con fuerzas las yemas de sus dedos en las teclas y el golpeteo cubría el sonido de las palabras… Pero en una breve pausa las oyó como una especie de Letanía.
Se preguntó mentalmente si la mujer, sentada en el extremo opuesto de la sala, le estaría hablando a él, o si quizás estuviera rezando…
La miró y ella continuaba su labor ensimismada, con la mirada puesta en las agujas.
Le intrigaba esa mujer vestida de oscuro. Debía tener alrededor de cuarenta años. Estaba pálida y ojerosa. Parecía cansada. Carlos apretó suavemente el teclado poniendo su atención en el silencio que lo rodeaba… esperando que las palabras fueran pronunciadas…
Más allá de las gruesas paredes el mundo había dejado de existir.
Sentía gravitar sobre él una inexplicable sensación, como un recuerdo lejano que reclamara su lugar, y que asociaba a un pasado ajeno y distante. Era como si en esa habitación flotara una misteriosa nostalgia, cuyo origen era impreciso aunque real, como el espacio creado alrededor de los pesados muebles de la sala.
Carlos, impaciente, agudizó cada vez más su oído sumergiéndose en su propio silencio, como si el tiempo se hubiera vuelto sobre sus pasos para mirarse en el espejo…
“Las.rosas.el.jardín…..lo.maté.la.sangre…BASTA.SOLTALO…en.el.jardín.la.sangre…CAVA…lo.maté….CAVA…CAVA…ACA.las.rosas.lo.mate…el.pozo.la.sangre”…
Carlos, con los ojos desorbitados cesó el movimiento de sus dedos, y en ese instante calló el sonido de las palabras. Se levantó precipitándose sobre la mujer que tejía, impasible e indiferente. El muchacho temblaba y sudaba. La respiración entrecortada le impedía pronunciar palabras. La garganta se le había cerrado. Tenía la frente mojada.
Con sus manos apretó a la mujer contra el respaldo de la silla, y haciendo un tremendo esfuerzo, le preguntó:
--- ¿A quién mató?... ¿A quién mató?... ¿A quién?...
Ella lo miró como si no supiera de lo que estaba hablando.
Carlos, ya totalmente fuera de sí, le gritó con toda su voz:
--- ¿Dónde lo enterraron?... ¿Dónde hicieron el pozo?...
Fernández entró en ese instante corriendo y bruscamente lo separó de su hermana, tomándolo del cuello y sacudiéndolo con mucha violencia. Quería hacer entrar en razón a Carlos, de alguna manera, pero sólo pudo gritar él también: --- ¡Estás loco ¿Qué te pasa con ella Carlos? ¿No te diste cuenta todavía que mi hermana es muda?...
Han transcurrido seis meses de este lamentable episodio que sacudió la tranquila vida de mi ciudad provinciana.
Fue tema obligado en todas las reuniones, y cada uno de los vecinos creía poseer la versión realmente verdadera.
Ayer, sábado, Fernández viajó subrepticiamente a Buenos Aires.
Fue a visitar al desdichado compañero.
Lo halló en el jardín de la Clínica. Estaba sentado en un sillón de mimbre. Tenía los ojos fijos en el vacío, enormemente abiertos…Parecía no verlo…
Ninguno de los dos habló. Ni siquiera se saludaron por cortesía.
A los pocos minutos Fernández volvió sobre sus pasos buscando la salida…Pero, a mitad de camino, giró la cabeza hacia Carlos y musitó con un hilo de voz: ---Perdoname—
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